Cuentan que hubo dos pueblos que mantenían una disputa por un tema de lindes. Cómo eran pacíficos y querían evitar un conflicto cruento decidieron dirimir la disputa mediante una competición de leñadores. Así cada aldea presentaría su mejor especialista en cortar troncos y, tras cuatro horas de competición, podrían comprobar quien era el vencedor de la disputa.
Se nombró un árbitro de un tercer pueblo de la comarca y se marcaron las normas. Ambos dispondrían de cuantos troncos necesitaran, todos de igual diámetro. Se decidió que, para evitar trampas, se les vendarían a ambos leñadores los ojos. Así ninguno de los oponentes podría saber que es lo que estaba haciendo su rival o cómo lo estaba llevando a cabo.
El primer pueblo escogió un chico joven apuesto y musculado y contempló, no sin asombro, como sus rivales elegían un hombre maduro, que sin dejar de ser fuerte, contaba con hombros y brazos mucho menos voluminosos que su oponente.
Se dio comienzo a la competición. Un ruido infernal de golpes invadió el ambiente. Eso hizo que los dos contrincantes no pudiesen, en ningún momento, escuchar a sus enfervorecidos vecinos El joven tras la primera hora aventajaba en dos troncos a su rival. Con un ritmo mayor que el hombre maduro iba cortando troncos sin parar. Sólo le llamaban la atención dos cosas, que su rival contaba con un ritmo mas lento y que cada cierto tiempo ,veinte o treinta minutos dejaba por unos instantes de oír sus golpes. Todo esto lo atribuía a su mayor edad y su menor fuerza y resistencia. Así que el joven henchido de satisfacción seguía con su mayor cadencia golpeando en el centro a los troncos, completamente seguro de su victoria.
Transcurridas las cuatro horas el árbitro hizo la señal convenida para detener la competición y se procedió al recuento de los troncos cortados. El joven quedó sorprendido de que su rival hubiese cortado mayor número de árboles, y atónito le preguntó que trampas había llevado a cabo para que, con menor cadencia de hachazos, y mayor descanso le hubiese acabado venciendo. El leñador maduro sonrió y le dijo que había aprovechado todos los descansos para afilar el hacha con el fin de que mantuviera durante las cuatro horas intacto su filo y pudiese cortar la madera de la misma forma que al principio.
Atender a nuestros propios recursos y detenerse a poner a punto aquello que necesitamos puede hacernos mucho más efectivos que aquellos que no cesan en su empeño y golpean sin detenerse.